miércoles, 5 de enero de 2011

CONSIDERADO COMO LOS MEJORES AUTORES DE LA LITERATURA DEL SIGLO XX

>Reseña literaria
“Cien años de soledad”
Gabriel García Márquez
¿Por qué el autor?
Gabriel García Márquez, es un renombrado escritor de la literatura latinoamericana, y tiene obras muy destacadas, como Cien años de Soledad y Crónica de una muerte anunciada, entre otros.
Gabriel García Márquez, nació en Aracataca, población de la ardiente costa atlántica de Colombia, en el Magdalena, el 6 de Marzo de 1928, hijo de un ex telegrafista y una madre heredera de las glorias militares del coronel Márquez Iguaran durante la guerra de los Mil Días entre finales del siglo XIX y principios del XX.
Este escritor me atrae mucho, ya que ganó el premio Nóbel en 1982, y además, en 1990 su nombre fue postulado en Colombia para ser miembro de la Asamblea Nacional Constituyente, pero él no aceptó.
Lo que me llama mucho la atención, es que García Márquez escribe con tanta dedicación que te hace sentir lo que esta describiendo, como ser el gran calor de Macondo, que te hace transpirar mientras lees, y muchos otros detalles de su forma de escribir que me hacen mucho mas ligera la lectura de sus libros.
¿Por qué el libro?
Este libro es un gran ejemplo de la literatura, además de ser la obra más galardonada y estudiada por la crítica internacional de las ficciones de García Márquez. Además esta obra fue traducida a más de treinta idiomas y vendió más de un millón de copias alrededor de todo el mundo.
Cien años de soledad, es la obra maestra de García Márquez, y fue escrita en 1967, y retrata la historia de un pueblo que pasa por todas las etapas de la evolución en tan solo 100 años, mezclando conjuntamente, la ficción, el realismo mágico y temas que son muy comunes en la sociedad de hoy en día.
En este se trata un tema muy importante, la soledad. Que es un tema que atrajo mi atención desde el principio.
La soledad, de generación en generación.
El tema, o eje principal, en el que se encuentra basada esta novela, es la SOLEDAD. Hablamos de un grupo de nómadas que se encuentran, en un principio, vagando por la tierra, y escapando de un fantasma, el cual los asechaba, hasta que encuentra una tierra solitaria, a orillas del rió, en uno de los lugares mas frescos del territorio en el que se encontraban. Y es entonces donde deciden fundar el solitario pueblo de macondo. Y aquí empieza toda la historia y transcurren los hechos principales del libro.
El primer indicio, en el que se demuestra la soledad en este libro, es la búsqueda de paz y de un nuevo pueblo para vivir, como lo describimos anteriormente. Pero a continuación tenemos el aislamiento que se va produciendo, con el paso del tiempo, en cada uno de los integrantes de la familia Buendía. A pesar de que todos vivían dentro de un mismo hogar, y acompañados, entre la gran numerosa familia, terminaban estando solos en algún cuarto encerrados, o simplemente encerrados en su propia cabeza, sin prestar atención o interés en lo que esta pasando a unos metros de la puerta de su casa, o del cuarto de algún hermano, hijo o pariente que vive en la misma casa.
Uno de los personajes mas afectados de por la soledad fue Úrsula, es un personaje que la padece con mas intensidad que los demás, a pesar de su laboriosidad en la casa, tratando con los niños y nietos y mas pequeños, ella empieza a padecer una ceguera, que la sumerge en las tinieblas, y sufre de una soledad lenta y prolongada, ya que es dejada de lado, por la familia una vez que llega a una edad avanzada, al la que ella llama “impenetrable soledad de la decrepitud”. Una vez que empieza la época de lluvia ella queda totalmente olvidada, y hasta se convierte en un objeto de juego para los niños, sin mencionar que es olvidada dentro de un ropero durante meses. Y al acabar la época de lluvias ella se da cuenta de que ya no era necesaria en ese lugar, y decide marcharse.
Otro gran ejemplo de la soledad, son los hermanos José Arcadio y el pequeño coronel Aureliano Buendía, que desde niños eran muy compañeros, pero un día José Arcadio empieza sólo a pensar en si mismo y deja de ser el buen hermano y compañero que era antes, y se aísla de la sociedad, primero al irse con la tribu de gitanos, y posteriormente al casarse con Remedios (nuevamente pensando sólo en si mismo), que son olvidados por la familia y quedan solos en una pequeña casa, donde nadie los recordaría nunca mas hasta el día en que muere José Arcadio.
Otro ejemplo, pero no menos importante, es el mismísimo Coronel Aureliano Buendía, quien después de muchos años de vivir en revoluciones, queda solo, abandonado en su casa y sin que nadie se acordase de el mientras leía unos indescifrables pergaminos, y hacia unos interminables pescaditos de oro, mientras el vivía un encierro profundo dentro de ese taller, el pueblo se olvidaba de sus memorables travesías, en busca de revoluciones y ejercito. Lo trastornaba el simple hecho de pensar en su difunta amada, y otra vez, otro Buendía por pensar solamente en si mismo, quedó completamente abandonado y sumergido en la soledad.
Un cuarto ejemplo, es la pequeña, Remedios la Bella, que es puesta en soledad, por su abuela, y su tía, y vive toda su vida sola y tenía que divertirse e imaginarse cosas ella sola ya que no se le permitía ser vista por nadie, ya que poseía una belleza angelical, hasta que sube sin morir, “directamente al cielo” (según describe García Márquez), tan sola como vino al mundo, se marchó sin decir nada una tarde llena de mariposas amarillas.
Y no nos olvidemos de José Arcadio, el fundador de Macondo, quien después de ocuparse en si mismo queda abandonado, leyendo los indescifrables pergaminos de su gran amigo Melquíades, el también quedo abandonado, hasta que un día se acuerdan de que se encontraba amarrado a un árbol en el jardín y es ahí cuando lo encuentran muerto, y realizan un gran entierro en su nombre.
Conclusión.-
Yo he llegado a comparar este libro con nuestro país ya que también solamente pensamos en nosotros y en nadie más, y si decidimos ayudar a alguien, es para sacar provecho de la situación, o a la larga beneficiarnos de alguna forma de lo sucedido. Es por eso que nuestro país no avanza, si empezáramos a pensar un poco en conjunto, en los demás, en el estado, podríamos, crecer mucho como país y como seres humanos, dejando de buscar lo que nos beneficie, y buscando algo que ayude a todos a sobresalir, y a ser un ejemplo como país.
En conclusión, a la larga todos vamos a ser olvidados, si sólo nos dedicamos a pensar en, yo, yo, yo. Debemos pensar un poco mas en los demás, y no ser obstinados ni cerrados al mundo que tenemos preparado, como los Buendía, y si no te gusta el mundo en el que vives, te lo tienes que aguantar tal y como es, y hacer algo para mejorarlo, sino serás abandonado, y no serás reconocido por lo que eres, sino por lo que no fuiste.
Los Buendía llegaron a un estado de soledad, al punto de quedar totalmente aislados de la sociedad y que nadie se acordara de ellos, hasta que llegase el momento de su muerte y fuesen olvidados para siempre, por tratar de ayudarse a si mismos, y no ayudar a la sociedad. Sólo pensando en ayudar a su familia o a ellos mismos para tratar de mejorarse, sin pensar en nadie mas, y muriendo, cada uno, de generación en generación, totalmente solos y cada uno, sin ser recordados hasta el día de su muerte.

Sobre los autores








Les ofrecemos a continuación una sucinta información sobre los autores de las obras seleccionadas en el concurso Lecturas del siglo XX. Si así lo desean, también pueden obtener algunos datos sobre las obras finalistas, así como los primeros párrafos de cada una de ellas.


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Rafael Alberti (Puerto de Santa María, Cádiz, 1902)


Recibió en 1925 el Premio Nacional de Literatura por Marinero en Tierra. El poeta se adhirió al partido comunista y puso al servicio de la República su actividad literaria. Tras la guerra, se exilió en Argentina, donde vivió hasta 1962. Su obra poética pasa por distintos momentos, desde el neopopularismo, el neogongoriano y el surrealismo, hasta la poesía política y el estallido de la nostalgia. En la distancia, Alberti vuelve a la tradición sin abandonar el compromiso político, consolidando así un universo coherente de signo vitalista, en torno a la idea del paraíso soñado, con la insistente presencia de los motivos del mar.


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Miguel Ángel Asturias
 (Ciudad de Guatemala, 1899 – Madrid, 1974)


Es, junto con Alejo Carpentier, uno de los escritores más influidos por el surrealismo y el que funda el realismo mágico, que culmina felizmente en la obra de García Márquez. Como los modernistas hispanoamericanos, fue a París persiguiendo la modernidad, pero al llegar allí, la realidad americana se le reveló como un mundo inédito marcado por el pensamiento mágico, que fluía aún con fuerza y vitalidad en las tradiciones de su pueblo. Comprometido con la realidad social, se propuso en obras como El señor presidente, conjurar la figura del dictador, relacionándolo con los mitos ancestrales.


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Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899 – Ginebra, Suiza, 1986)


Es sin duda uno de los escritores más desconcertantes de la literatura en lengua española. Para él la tarea del escritor, que es esencialmente falsificadora, desdibuja toda pretensión de originalidad y de creación. Enemigo del realismo, concibe la literatura como invención, como juego de equívocos. Su diálogo con las diferentes culturas lo convierte en el más universal de los escritores. Pero en los comienzos de su carrera manifestó cierto nacionalismo que lo llevó a proclamar la independencia idiomática de Argentina. Así cultiva una prosa de ficción en la que la literatura se presenta como la infinita lectura de otros textos que remiten a un original perdido o tachado, llevando al lector a un abismo donde sólo hay senderos que se bifurcan y adquieren el aspecto de un laberinto.


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Alejo Carpentier (La Habana, 1904 – París, 1980)


De padre francés y madre rusa, formó parte, entre 1923 y 1924, del Grupo Minorista, que abogaba por una renovación de los valores nacionales en Cuba. Más tarde se incorporó a las movilizaciones políticas contra el dictador Machado y contra el imperialismo norteamericano. En la cárcel escribió su primera novela, Ecue-Yamba-O, publicada en España en 1933. Se exilió en Francia en 1928, donde permaneció hasta 1939. Fue uno de los pocos hispanoamericanos que formó parte del movimiento surrealista. Desde sus planteamientos formuló la teoría de lo real maravilloso, diferenciándose del concepto de lo maravilloso surrealista, que encontraba artificial. Para él, la esencia de la naturaleza americana es maravillosa, sus gentes, su paisaje y su historia. En Los pasos perdidos (1953) narra una aventura geográfica y espiritual en las selvas del Orinoco, que es también una crónica de viaje al pasado en busca de las raíces del mundo americano.


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Camilo José Cela (Iria Flavia, La Coruña, 1916)


Premio Nobel de Literatura en 1989, pasó su infancia y adolescencia en Galicia. En el Madrid de la preguerra frecuentó a Pedro Salinas y al círculo de María Zambrano. Inició su carrera literaria como poeta, publicando en 1935 algunos versos en El Argentino de La Plata. En 1945 apareció Pisando la dudosa luz del día, donde identifica la literatura y la poesía con esa combinación de tradición y modernidad que llevaba a cabo el grupo poético del 27. Desde 1942, cuando publicó La familia de Pascual Duarte, ha cultivado la novela dentro de un lirismo formal, debido a la fragmentación, a la poetización del mundo narrado y a la tensión lograda a lo largo de la anécdota.


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Julio Cortázar (Bruselas, 1914 – París, 1984)


Se inicia en el conocimiento de la poesía francesa en Buenos Aires, bajo el magisterio de sus profesores de la Escuela Normal. En la década de los cincuenta viaja a París, donde trabaja como traductor para la Unesco. Su prestigio como escritor se afianza con la publicación de los cuentos de Bestiario (1951), donde se pone en evidencia su visión del mundo y de la creación literaria. Enormemente influido por el surrealismo, Cortázar cuestiona en sus escritos categorías literarias, conceptos como género y estilo, etc., utilizando la técnica de desmontaje. Dentro de la línea fantástica, al lado de la de Borges y de la de Bioy Casares, su obra se mueve siempre en dos planos, lo real y lo surreal.


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Rómulo Gallegos (Caracas, 1884 – 1969)


Es un destacado innovador de la narrativa hispanoamericana. Con la publicación de Doña Bárbara, en 1929, la literatura hispanoamericana vuelve a alcanzar la resonancia que tuvo durante el movimiento modernista. Comprometido con la realidad política y social de su país, Gallegos recrea el tema de civilización y barbarie en una serie de novelas donde la naturaleza y el paisaje se convierten en protagonistas. El éxito de Doña Bárbara lo llevó a participar activamente en la política de su país. Para Gallegos la selva es símbolo de la naturaleza bárbara que arrastra al hombre civilizado. Inscrita dentro de la corriente «mundonovista», su obra refleja lo auténticamente americano, más allá de las diferencias regionales.


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Federico García Lorca
 (Fuente Vaqueros, Granada, 1898 – Víznar, Granada, 1936)


Es considerado el poeta español más grande del siglo. Antes de su muerte, su fama se había extendido por todo el mundo hispánico, pero su asesinato lo consagró, como víctima del fascismo, y esto influyó en la difusión de su obra. Hijo de una familia acomodada, Lorca vivió entre 1919 y 1928 en la Residencia de Estudiantes. Entre 1929-30 viajó a Nueva York y Cuba, y entre 1933-34 a Uruguay y a Argentina. Su republicanismo y tendencias de izquierda lo convirtieron en una víctima fatal al estallar la guerra. Su obra, comprometida con la tradición, recoge motivos y temas de las religiones naturalistas, a la vez que desarrolla la relación entre la sangre, la muerte y la fecundidad, la fascinación ritual por símbolos como el cuchillo, la luna y el toro, entre otros.


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Gabriel García Márquez (Aracataca, Colombia, 1928)


Premio Nobel de Literatura en 1983 y una de las figuras claves del «boom», inició su carrera literaria en Bogotá, publicando crónicas de cine y cuentos durante el periodo de la violencia, uno de los más críticos de la historia de su país. Por eso no es gratuito que en su obra se respire la atmósfera de terror y de intolerancia que se vivía por aquellos años. Dentro de la estética del realismo mágico, García Márquez ha ordenado magistralmente elementos de distintas tradiciones en esa aldea universal llamada Macondo, donde el tiempo es cíclico y los personajes incorporan espontáneamente la magia a lo cotidiano.


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Juan Ramón Jiménez
 (Moguer, Huelva, 1881 – San Juan de Puerto Rico, 1958)


Es, entre los modernistas, uno de los que mayor influencia ha tenido en la poesía en lengua española. Su poesía explora el misterio, las sombras, la dualidad del ser, desde el intimismo de muchos de su generación. Con Animal de fondo (1949) alcanza la plenitud. Así lleva hasta el virtuosismo el arte de narrar y de describir, en ese relato inolvidable que es Platero y yo, y por el que se le conoce en todo el mundo hispánico. Juan Ramón Jiménez se adelanta a su época en sus planteamientos estéticos, en su intención de dar vida a la poesía en el enunciado. Su escritura es asombrosamente depurada y de una insólita belleza, resultado de la síntesis y de la condensación de una serie de elementos como la sorpresa, el ritmo, la revelación y la luz.


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José Lezama Lima (La Habana, 1910 – 1976)


Es uno de los escritores de mayor significación en la literatura hispanoamericana del presente siglo. Con un estilo muy personal, que hizo de la poesía el centro de sus preocupaciones, Lezama trata de plasmar en toda su obra el mundo circundante de la poesía que él designa como «realidad hechizada». Con su primera obra, La muerte de Narciso (1937) se abre un ciclo poético que lo conduce a la prosa y que culmina en Paradiso, publicada en 1966. Como sugiere Carmen Ruiz Barrionuevo, en Lezama Lima la poesía nace de la conjunción de las palabras y sus enlaces y conexiones insólitas, de las que brota lo poético.



Antonio Machado (Sevilla, 1875 – Colliure, Francia, 1939)


Es una de las figuras máximas del modernismo hispánico. Con la publicación de Soledades, en 1903, consolida una poética de tono suavemente melancólico, deliberadamente velado y sombrío con los temas propios de su tiempo: jardines abandonados, casas desoladas, fuentes, atardeceres tristes, donde se percibe el fluir del tiempo, como si cada poema suyo aspirara a atrapar un instante. Y es que Machado aspiraba a captar el misterio de las cosas, a través del recuerdo o la ensoñación. En sus versos trasciende su mundo íntimo, pero ese intimismo jamás desaparece. Bajo los nombres de Juan de Mairena y Abel Martín, Machado explora también su yo filosófico, convirtiéndose en uno de los más originales prosistas del siglo.


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Luis Martín-Santos
 (Larache, Marruecos, 1924 – Vitoria, España, 1964)


Médico cirujano, especializado en psiquiatría, novelista, desde 1929 residió en San Sebastián, España. Se licenció en Medicina y Cirugía por la Universidad de Salamanca en 1946, obtuvo el doctorado al año siguiente en la Universidad de Madrid y se especializó en psiquiatría. Fue colaborador e investigador en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), trabajó en el Hospital General de Madrid, en el Manicomio de Ciudad Real y dirigió el Sanatorio Psiquiátrico de San Sebastián, desde 1951. 
Publicó el libro titulado Grana gris, el ensayo Dilthey, Jaspers y la comprensión del enfermo mental (1955). En 1961, en Barcelona, se publicó Tiempo de silencio, que se convirtió en un éxito novelesco, con sus numerosas ediciones. Ha sido traducido a varias lenguas y fue llevado al cine por el director español Vicente Aranda. Como obras póstumas se reunieron textos suyos en el libro misceláneo Apólogos(1970) y una novela inacabada bajo el título Tiempo de destrucción.


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Pablo Neruda
 (Parral, Chile, 1904 – Santiago de Chile, 1973)


Premio Nobel de Literatura en 1971, es el que más influencia ha tenido en la poesía de lengua española desde mediados de la década de los 30. Su fama es comparable a la de Rubén Darío. Compañero de los poetas de la generación del 27 en España, Neruda hace una defensa de la poesía despojada del esteticismo formal de los modernistas. Su mirada se orienta hacia los temas cotidianos y prosaicos en una primera etapa de su producción. De este tiempo son los Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Pero en una segunda etapa sale del hermetismo y del individualismo de sus versos para instalarse en una poética del compromiso social y en una épica política que coincide con su vinculación al Frente Popular.


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Juan Rulfo
 (Apulco, Jalisco, 1918 – México, D.F., 1986)


No fue un escritor prolífico, pero sus cuentos de El llano en llamas(1953) y su novela, Pedro Páramo (1955) lo han convertido en un clásico de la literatura en lengua castellana. En estos dos géneros es difícil superar a Rulfo, tanto en la sobriedad de sus diálogos como en la intensidad y la fuerza de sus frases, íntimamente arraigadas en el habla de los campesinos de Jalisco. Uno de los acontecimientos políticos que marca su infancia y trasciende su obra es la revolución cristera (1926-1928), resultado de la reacción de los rebeldes católicos contra el anticlericalismo de la revolución mexicana. El clima de sus cuentos está impregnado de esa desolación de los campos arrasados, de los pueblos abandonados, de las gentes humildes sin la esperanza de cambio.


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Ernesto Sábato (Buenos Aires, 1911)


Décimo de once hijos de emigrados italianos en Argentina, cursó estudios superiores de Física en la Universidad de la Plata. En 1945 publicó su primera obra, Uno y el Universo, colección de breves ensayos. Ese mismo año abandonó su primera vocación científica, para dedicarse por completo a la literatura. En los años cincuenta atravesó una crisis, producto de las contradicciones entre el mundo claro y luminoso de las matemáticas y el atormentado y complejo mundo de la literatura.


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Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927)


Es uno de los escritores «del mediosiglo» de mayor incidencia en la literatura española de la Península. Enormemente influido por el cine, su obra está marcada por el neorrealismo italiano, especialmente en novelas como Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951), donde la poesía y la fantasía remiten también a la picaresca y a la precisión de un Ramón Gómez de la Serna. Pero donde verdaderamente se aprecia el papel renovador de este escritor es en El Jarama (1955), novela con la que obtuvo el Premio Nadal. Destaca en este libro tanto la objetividad como el lirismo de las descripciones.


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Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864 – Salamanca, 1936)


Filósofo, poeta y narrador, es la figura más representativa de la España de su tiempo. Encarnó el espíritu rebelde, inconformista y heterodoxo del modernismo. Su vida fue una sucesión de crisis, determinadas en gran medida por el espíritu de contradicción. Dividido entre la voluntad de creer y la imposibilidad de conciliar razón y fe, encarna las preocupaciones de una época que vivió de forma traumática el proceso de secularización de la sociedad. Paz en la guerra, 1897, es una novela lírica (que se nutre de los recuerdos de su infancia y adolescencia entre las guerras carlistas) donde abundan las descripciones de espacios interiores y abiertos. Pero es Niebla, 1914, la que más interés ha despertado entre los críticos, por sus complejos planteamientos sobre el arte de la novela. Esta circunstancia la avala, como una de las más importantes de la narrativa de finales del siglo XIX y principios del XX.


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Ramón María del Valle-Inclán
 (Villanueva de Arosa, Pontevedra, 1866 – Santiago de Compostela, La Coruña, 1936)


Es uno de los más notables representantes del modernismo. En su obra se aprecia la influencia de México, país donde la belleza tomaba formas diferentes a las de la Península. El aristocratismo y la heterodoxia que lo caracterizaron se plasman en una escritura artística en la que despliega una capacidad de penetración de la realidad distorsionada y próxima al expresionismo. Ingenioso y agudo, fue el animador de las tertulias donde también sorprendió por su talento. Antes que someterse a un sistema, prefirió la bohemia. Así, en su Luces de bohemia nos habla de la situación del artista en la sociedad burguesa, de su marginación y su tragedia.


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Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú, 1936)


Uno de los escritores más destacados del «boom», trasciende con el modelo de representación naturalista, introduciendo en sus novelas las modernas técnicas, como la corriente de la conciencia y las rupturas de tiempo y espacio. El referente de sus obras es, por lo general, la realidad peruana con sus conflictos y enfrentamientos entre la sierra y la costa. Conversación en la catedral (1969), su novela más experimental, es de un gran virtuosismo formal, tanto por las técnicas que utiliza, como por la representación dramática de la realidad objetiva. Con esta obra completa el primer ciclo de su narrativa, para pasar luego a una segunda etapa donde reflexiona sobre el arte narrativo, como ocurre en Pantaleón y las visitadoras (1973) y El hablador (1987), donde abandona la objetividad inicial y se convierte en un actor que participa de su propia ficción, criticándola, al tiempo 

LOS PRIMEROS VERSOS  Y PARRAFOS DE ESTAS OBRAS

Cien años de soleda
d (1967), Gabriel García Márquez



Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronelAureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades.
Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Edición de Jacques Joset, Madrid, Cátedra, 1996.


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Rayuela (1963), Julio Cortázar


¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Julio Cortázar, Rayuela, Barcelona, Edhasa, 1981.


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Pedro Páramo (1955), Juan Rulfo


Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.» Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.
Juan Rulfo, Pedro Páramo, Edición de José Carlos González Boixo, Madrid, Cátedra, 1997.


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La colmena (1969), Camilo José Cela


No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.
Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia leñe y nos ha merengao. Para doña Rosa, el mundo es su café, y alrededor de su café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la cocina, en una banqueta baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrietos, mejor: todo alimenta.
Camilo José Cela, La colmena, Edición de Jorge Urrutia, Madrid, Cátedra, 1997.


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Romancero gitano (1928), Federico García Lorca


Baladilla de los tres ríos
A Salvador Quintero
El río Guadalquivir 
va entre naranjos y olivos.
Los dos ríos de Granada
bajan de la nieve al trigo.
¡Ay, amor
que se fue y no vino!

El río Guadalquivir
tiene las barbas granates.
Los dos ríos de Granada,
uno llanto y otro sangre.
¡Ay, amor
que se fue por el aire!

Para los barcos de vela
Sevilla tiene un camino;
por el agua de Granada,
sólo reman los suspiros.
¡Ay, amor
que se fue y no vino!

Guadalquivir, alta torre
y viento en los naranjales.
Darro y Genil, torrecillas
muertas sobre los estanques.
Federico García Lorca, Poema del cante jondo y Romancero gitano, Edición de Allen Joseph y Juan Caballero, Madrid, Cátedra, 1984.


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Luces de bohemia
 (1920-24), Ramón María del Valle Inclán


Hora crepuscular. Un guardillón con ventano angosto, lleno de sol. Retratos, grabados, autógrafos repartidos por las paredes, sujetos con chinches de dibujante. Conversación lánguida de un hombre ciego y una mujer pelirrubia, triste y fatigada. El hombre ciego es un hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales,MÁXIMO ESTRELLA. A la pelirrubia, por ser francesa, le dicen en la vecindad MADAMA COLLET.
MAX
Vuelve a leerme la carta del Buey Apis.
MADAMA COLLET
Ten paciencia, Max.
MAX
Pudo esperar a que me enterrasen.
MADAMA COLLET
Le toca ir delante.
MAX
¡Collet, mal vamos a vernos sin esas cuatro crónicas! ¿Dónde gano yo veinte duros, Collet?
MADAMA COLLET
Otra puerta se abrirá.
MAX
La de la muerte. Podemos suicidarnos colectivamente.
MADAMA COLLET
A mí la muerte no me asusta. ¡Pero tenemos una hija, Max!
MAX
¿Y si Claudinita estuviese conforme con mi proyecto de suicidio colectivo?
MADAMA COLLET
¡Es muy joven!
MAX
También se matan los jóvenes, Collet.
Ramón María del Valle-Inclán, Luces de bohemia, Edición de Alonso Zamora Vicente, Madrid, Espasa Calpe, 1994.


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La familia de Pascual Duarte (1942), Camilo José Cela


Yo, señor, no soy malo, aunque no me faltarían motivos para serlo. Los mismos cueros tenemos todos los mortales al nacer y sin embargo, cuando vamos creciendo, el destino se complace en variarnos como si fuésemos de cera y en destinarnos por sendas diferentes al mismo fin: la muerte. Hay hombres a quienes se les ordena marchar por el camino de las flores, y hombres a quienes se les manda tirar por el camino de los cardos y de las chumberas. Aquéllos gozan de un mirar sereno y al aroma de su felicidad sonríen con la cara del inocente; estos otros sufren del sol violento de la llanura y arrugan el ceño como las alimañas por defenderse. Hay mucha diferencia entre adornarse las carnes con arrebol y colonia, y hacerlo con tatuajes que después nadie ha de borrar ya.
Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte, Barcelona, Destino, 1995.


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El Aleph (1949), Jorge Luis Borges


O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite space.
Hamlet, II, 2
But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nunc-stans (as the Schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hic-stans for an infinite greatness of Place.
Leviathan, IV, 46
La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el treinta de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible.
Jorge Luis Borges, El Aleph, Madrid, Alianza / Emecé, 1991.


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Veinte poemas de amor y una canción desesperada
(1923), Pablo Neruda


Cuerpo de mujer, blancas colinas, muslos blancos,
te pareces al mundo en tu actitud de entrega.
Mi cuerpo de labriego salvaje te socava
y hace saltar el hijo del fondo de la tierra.
Fui solo como un túnel. De mí huían los pájaros
y en mí la noche entraba su invasión poderosa.
Para sobrevivirme te forjé como un arma,
como una flecha en mi arco, como una piedra en mi honda.
Pero cae la hora de la venganza, y te amo.
Cuerpo de piel, de musgo, de leche ávida y firme.
¡Ah los vasos del pecho! ¡Ah los ojos de ausencia!
¡Ah las rosas del pubis! ¡Ah tu voz lenta y triste!
Cuerpo de mujer mía, persistiré en tu gracia.
¡Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso!
Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,
y la fatiga sigue, y el dolor infinito.
Pablo Neruda, Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Barcelona, Seix Barral, 1990.


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Campos de Castilla (1912), Antonio Machado


Retrato
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido 
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética
corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;
mas no amo los afeites de la actual cosmética, 
ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
Antonio Machado, Campos de Castilla, Edición de José Luis Cano, Madrid, Cátedra, 1984.


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La ciudad y los perros (1963), Mario Vargas Llosa


—Cuatro —dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias de vidrio: el peligro había desaparecido para todos, salvo para Porfirio Cava. Los dados estaban quietos, marcaban tres y uno, su blancura contrastaba con el suelo sucio.
—Cuatro —repitió el Jaguar—. ¿Quién?
—Yo —murmuró Cava—. Dije cuatro.
—Apúrate —replicó el Jaguar—. Ya sabes, el segundo de la izquierda.
Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era agresivo y casi ningún rincón del colegio se libraba del viento, que, en las noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su piel.
Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros, Barcelona, Seix Barral, Biblioteca de bolsillo, 1986.


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Platero y yo (1914), Juan Ramón Jiménez


Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: «¿Platero?», y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas, mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo: 
—Tien’asero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, Edición de Michel P. Predmore, Madrid, Cátedra, 1995.


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Tiempo de silencio (1962), Luis Martín Santos


Sonaba el teléfono y he oído el timbre. He cogido el aparato. No me he enterado bien. He dejado el teléfono. He dicho: «Amador». Ha venido con sus gruesos labios y ha cogido el teléfono. Yo miraba por el binocular y la preparación no parecía poder ser entendida. He mirado otra vez: «Claro, cancerosa». Pero, tras las mitosis, la mancha azul se iba extinguiendo. «También se funden estas bombillas, Amador.» No; es que ha pisado el cable. «¡Enchufa!» Está hablando por teléfono. «¡Amador!» Tan gordo, y tan sonriente. Habla despacio, mira, me ve. «No hay más.» «Ya no hay más.» ¡Se acabaron los ratones! El retrato del hombre de la barba, frente a mí, que lo vio todo y que libró al pueblo ibero de su inferioridad nativa ante la ciencia, escrutador e inmóvil, presidiendo la falta de cobayas. Su sonrisa comprensiva y liberadora de la inferioridad explica —comprende— la falta de créditos. Pueblo pobre, pueblo pobre. ¿Quién podrá nunca aspirar otra vez al galardón nórdico, a la sonrisa del rey alto, a la dignificación, al buen pasar del sabio que en la península seca, espera que fructifiquen los cerebros y los ríos? Las mitosis anormales, coaguladas en su cristalito, inmóviles —ellas que son el sumo movimiento—. Amador, inmóvil primero, reponiendo el teléfono, sonriendo, mirándome a mí, diciendo: «¡Se acabó!». Pero con sonrisa de merienda, con sonrisa gruesa.
Luis Martín Santos, Tiempo de silencio, Madrid, Barcelona, Seix Barral, 1993.


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Ficciones (1944), Jorge Luis Borges


Tlön, Uqbar, Orbis Tertius
Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llamaba The Anglo-american Cyclopaedia (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de laEncyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores —a muy pocos lectores— la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Entonces Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.
Jorge Luis Borges, Ficciones, Barcelona, Seix Barral, 1986, p. 11.


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Poeta en Nueva York (1940), Federico García Lorca


Vuelta de paseo
Asesinado por el cielo.
Entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.
Con el árbol de muñones que no canta
y el niño con el blanco rostro de huevo.
Con los animalitos de cabeza rota
y el agua harapienta de los pies secos.
Con todo lo que tiene cansancio sordomudo
y mariposa ahogada en el tintero.
Tropezando con mi rostro distinto de cada día.
¡Asesinado por el cielo!
Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, Edición de María Clementa Millán, Madrid, Cátedra, 1996.


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La casa de Bernarda Alba (1936), Federico García Lorca


Acto primero
Habitación blanquísima del interior de la casa de Bernarda. Muros gruesos. Puertas con cortinas de yute rematadas con madroños y volantes. Sillas de anea. Cuadros con paisajes inverosímiles de ninfas o reyes de leyenda. Es verano. Un gran silencio umbroso se extiende por la escena. Al levantarse el telón está la escena sola. Se oyen doblar las campanas. Sale la CRIADA.
CRIADA
Ya tengo el doble de esas campanas metido entre las sienes.
LA PONCIA. (Sale comiendo chorizo y pan.)
Llevan ya más de dos horas de gori-gori. Han venido curas de todos los pueblos. La iglesia está hermosa. En el primer responso se desmayó la Magdalena.
CRIADA
Es la que se queda más sola.
LA PONCIA
Era
la única que quería al padre. ¡Ay! ¡Gracias a Dios que estamos solas un poquito! Yo he venido a comer.
CRIADA
¡Si te viera Bernarda!...
LA PONCIA
¡Quisiera que ahora, como no come ella, que todas nos muriéramos de hambre! ¡Mandona! ¡Dominanta! ¡Pero se fastidia! Le he abierto la orza de los chorizos.
CRIADA. (Con tristeza, ansiosa.)
¿Por qué no me das para mi niña, Poncia?
LA PONCIA
Entra
y llévate también un puñado de garbanzos. ¡Hoy no se dará cuenta!
VOZ. (Dentro.)
¡Bernarda!
LA PONCIA
La
vieja. ¿Está bien cerrada?
CRIADA
Con dos vueltas de llave.
LA PONCIA
Pero
debes poner también la tranca. Tiene unos dedos como cinco ganzúas.
VOZ 
¡Bernarda!
Federico García Lorca, La casa de Bernarda Alba, Edición de Allen Josephs y Juan Caballero, Madrid, Cátedra, 1997.


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Paradiso (1966), José Lezama Lima


La mano de Baldovina separó los tules de la entrada del mosquitero, hurgó apretando suavemente como si fuese una esponja y no un niño de cinco años; abrió la camiseta y contempló todo el pecho del niño lleno de ronchas, de surcos de violenta coloración, y el pecho que se abultaba y se encogía como teniendo que hacer un potente esfuerzo para alcanzar un ritmo natural; abrió también la portañuela del ropón de dormir, y vio los muslos, los pequeños testículos llenos de ronchas que se iban agrandando, y al extender más aún las manos notó las piernas frías y temblorosas. En ese momento, las doce de la noche, se apagaron las luces de las casas del campamento militar y se encendieron las de las postas fijas, y las linternas de las postas de recorrido se convirtieron en un monstruo errante que descendía de los charcos, ahuyentando a los escarabajos.
Baldovina se desesperaba, desgreñada, parecía una azafata que, con un garzón en los brazos iba retrocediendo pieza tras pieza en la quema de un castillo, cumpliendo las órdenes de sus señores en huida. Necesitaba ya que la socorrieran, pues cada vez que retiraba el mosquitero, veía el cuerpo que se extendía y le daba más relieve a las ronchas; aterrorizada, para cumplimentar el afán que ya tenía de huir, fingió que buscaba a la otra pareja de criados. El ordenanza y Truni, recibieron su llegada con sorpresa alegre. Con los ojos abiertos a toda creencia, hablaba sin encontrar las palabras, del remedio que necesitaba la criatura abandonada. Decía el cuerpo y las ronchas, como si los viera crecer siempre o como si lentamente su espiral de plancha movida, de incorrecta gelatina, viera la aparición fantasmal y rosada, la emigración de esas nubes sobre el pequeño cuerpo.
José Lezama Lima, Paradiso, Edición de Eloísa Lezama Lima, Madrid, Cátedra, 1980.


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El Siglo de las Luces (1962), Alejo Carpentier


Detrás de él, en acongojado diapasón, volvía el Albacea a su recuento de responsos, crucero, ofrendas, vestuario, blandones, bayetas y flores, obituario y réquiem —y había venido éste de gran uniforme, y había llorado aquél, y había dicho el otro que no éramos nada...— sin que la idea de la muerte acabara de hacerse lúgubre a bordo de aquella barca que cruzaba la bahía bajo un tórrido sol de media tarde, cuya luz rebrillaba en todas las olas, encandilando por la espuma y la burbuja, quemante en descubierto, quemante bajo el toldo, metido en los ojos, en los poros, intolerable para las manos que buscaban un descanso en las bordas. Envuelto en sus improvisados lutos que olían a tintas de ayer, el adolescente miraba la ciudad, extrañamente parecida, a esta hora de reverberaciones y sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas cristalerías verdes, rojas, anaranjadas, colorearan una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas —siempre erizada de andamios, maderas aspadas, horcas y cucañas de albañilería, desde que la fiebre de la construcción se había apoderado de sus habitantes enriquecidos por la última guerra de Europa.
Alejo Carpentier, El siglo de las luces, Edición de Ambrosio Fornet, Madrid, Cátedra, 1982.


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Doña Bárbara (1929), Rómulo Gallegos


Un bongo remonta el Arauca bordeando las barrancas de la margen derecha.
Dos bogas lo hacen avanzar mediante una lenta y penosa maniobra de galeotes. Insensibles al tórrido sol los broncíneos cuerpos sudorosos, apenas cubiertos por unos mugrientos pantalones remangados a los muslos, alternativamente afincan en el limo del cauce largas palancas, cuyos cabos superiores sujetan contra los duros cojinetes de los robustos pectorales y encorvados por el esfuerzo le dan impulso a la embarcación, pasándosela bajo los pies de proa a popa, con pausados pasos laboriosos, como si marcharan por ella. Y mientras uno viene en silencio, jadeante sobre su pértiga, el otro vuelve al punto de partida reanudando la charla intermitente con que entretienen la recia faena, o entonando, tras un ruidoso respiro de alivio, alguna intencionada copla que aluda a los trabajos que pasa un bonguero, leguas y leguas de duras remontadas, a fuerza de palancas, o coleándose, a trechos, de las ramas de la vegetación ribereña.
Rómulo Gallegos, Doña Bárbara, Edición de José Carlos González Boixo Madrid, Espasa Calpe, 1993.


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Niebla (1914), Miguel de Unamuno


Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del lento orvallo frunció el entrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan elegante como es feo un paraguas abierto.
«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas —pensó Augusto—; tener que usarlas. El uso estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca, o más bien se ensanche, a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de toda suerte de males».
Miguel de Unamuno, Niebla, Edición de Mario J. Valdés, Madrid, Cátedra, 1996.


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El señor presidente (1946), Miguel Ángel Asturias


...¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre! Como zumbido de oídos persistía el rumor de las campanas a la oración, maldoblestar de la luz en la sombra, de la sombra en la luz. ¡Alumbra, lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre, sobre la podredumbre! ¡Alumbra, lumbre de alumbre, sobre la podredumbre, Luzbel de piedralumbre! ¡Alumbra, alumbra, lumbre de alumbre..., alumbre..., alumbra..., alumbra, lumbre de alumbre..., alumbra, alumbre...!
Los pordioseros se arrastraban por las cocinas del mercado, perdidos en la sombra de la Catedral helada, de paso hacia la Plaza de Armas, a lo largo de calles tan anchas como mares, en la ciudad que se iba quedando atrás íngrima y sola.
La noche los reunía al mismo tiempo que a las estrellas. Se juntaban a dormir en el Portal del Señor sin más lazo común que la miseria, maldiciendo unos de otros, insultándose a regañadientes con tirria de enemigos que se buscan pleito, riñendo muchas veces a codazos y algunas con tierra y todo, revolcones en los que, tras escupirse, rabiosos, se mordían.
Miguel Ángel Asturias, El señor presidente, Madrid, Alianza, 1989


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Canto General (1940), Pablo Neruda


Amor
América
(1400)
Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales:
fueron las cordilleras, en cuya onda raída
el cóndor o la nieve parecían inmóviles: 
fue la humedad y la espesura, el trueno 
sin nombre todavía, las pampas planetarias.
El hombre tierra fue, vasija, párpado 
del barro trémulo, forma de la arcilla,
fue cántaro caribe, piedra chibcha,
copa imperial o sílice araucana.
Tierno y sangriento fue, pero en la empuñadura
de su arma de cristal humedecido,
las iniciales de la tierra estaban
escritas.
            Nadie pudo
recordarlas después: el viento 
las olvidó, el idioma del agua 
fue enterrado, las claves se perdieron
o se inundaron de silencio o sangre.
Pablo Neruda, Canto general, Edición de Enrico Mario Santí, Madrid, Cátedra, 1997.


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El túnel (1948), Ernesto Sábato


Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué. En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una forma de defensa de la especie humana. La frase «todo tiempo pasado fue mejor» no indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que «todo tiempo pasado fue peor», si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en la sección policial! Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano: es una honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso? Pues se lo liquida y se acabó.
Ernesto Sábato, El túnel, Edición de Ángel Leyva, Madrid, Cátedra, 1984.


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Marinero en tierra (1925), Rafael Alberti


Sueño del marinero
Yo, marinero, en la ribera mía,
posada sobre un cano y dulce río
que da su brazo a un mar de Andalucía,
sueño en ser almirante de navío,
para partir el lomo de los mares,
al sol ardiente y a la luna fría.
¡Oh los yelos del sur! ¡Oh las polares 
islas del norte! ¡Blanca primavera, 
desnuda y yerta sobre los glaciares,
cuerpo de roca y alma de vidriera!
¡Oh estío tropical, rojo, abrasado,
bajo el plumero azul de la palmera!
Mi sueño, por el mar condecorado,
va sobre su bajel, firme, seguro,
de una verde sirena enamorado,
concha del agua allá en su seno oscuro.
¡Arrójame a las ondas, marinero:
—Sirenita del mar, yo te conjuro!
Rafael Alberti, Marinero en tierra, Edición de Robert Marrast, Madrid, Castalia, 1982.
















El Jarama (1956), Rafael Sánchez Ferlosio


Describiré brevemente y por su orden estos ríos, empezando por Jarama: sus primeras fuentes se encuentran en el gneis de la vertiente Sur de Somosierra, entre el Cerro de la Cebollera y el de Excomunión. Corre tocando la Provincia de Madrid, por La Hiruela y por los molinos de Montejo de la Sierra y de Prádena del Rincón. Entra luego en Guadalajara, atravesando pizarras silurianas, hasta el Convento que fue de Bonaval. Penetra por grandes estrechuras en la faja caliza del cretáceo —prolongación de la del Pontón de la Oliva, que se dirige por Tamajón a Congostrina hacia Sigüenza. Se une al Lozoya un poco más abajo del Pontón de la Oliva. Tuerce después al Sur y hace la vega de Torrelaguna, dejando Uceda a la izquierda, ochenta metros más alta, donde hay un puente de madera. Desde su unión con el Lozoya sirve de límite a las dos provincias. Se interna en la de Madrid, pocos kilómetros arriba del Espartal, ya en la faja de arenas diluviales del tiempo cuaternario, y sus aguas divagan por un cauce indeciso, sin dejar provecho a la agricultura. En Talamanca, tan sólo, se pudo hacer con ellas una acequia muy corta, para dar movimiento a un molino de dos piedras. Tiene un puente en el mismo Talamanca, hoy ya inútil, porque el río lo rehusó hace largos años y se abrió otro camino. De Talamanca a Paracuellos se pasa el río por diferentes barcas, hasta el Puente Viveros, por donde cruza la carretera de Aragón-Cataluña, en el kilómetro diez y seis desde Madrid...»
Rafael Sánchez Ferlosio, El Jarama, Barcelona, Ediciones Destino, 1996.

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